Habían llegado a saber la una de la otra a tal grado, que sin que una de ellas hiciera el menor comentario, la otra, esperaba con una tensión cansada y una resignación mística el comentario apropiado, convenido por reglas que las hacían, a su pesar, idénticas a ellas mismas.
En el magma de la identidad mantenían sus días, vivían en una cierta sintonía con aires de armisticio.
Llegó el día en que una ellas se cortó uno de sus dedos pulgares con una cuchilla. La otra lloró y gimió hasta altas horas de la madrugada. Su grito se extendió, metálico, por toda ciudad.
Percutiendo el martillo parricida sobre el yunque armonioso y difuso de un porvenir en la angustia y el hambre que todo lo acaba devorando, partió a toda velocidad, una de ellas (o tal vez ambas) completamente devorada por llamas incontestables, una ráfaga escapó de una ola de sal por sus abiertas válvulas de inmensos móviles enormes.
El llanto.
Un llanto tan largo como los días en que se sostuvieron en pie los mástiles del tiempo a pesar de todo, a pesar de todos, de la reclusión, de la evidencia, de lo evidente.
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