La década de los noventa nos legó una amplia y variada gama de programas sociales, las coberturas fueron superadas en muchos de ellos, la oferta de estos programas llegó a sus respectivos públicos y los réditos políticos fueron ampliamente aprovechados por los dispositivos políticos. Esta situación llevó a Edgardo Boeninger –autorizado actor y observador privilegiado de la instalación de la oferta pública en manos privadas, derivada del enfoque de protección social- a recomendar explícitamente su continuación, sin embargo, y más allá del destacado énfasis evaluativo al que se encuentran sometidos actualmente los programas respecto a su eficiencia, parece brillar por su ausencia la grave situación de “sobreintervención social” a la que parecen sometidos los usuarios de estos programas.
A mi juicio esta situación encuentra su origen en tres elementos: 1) el crecimiento desmesurado del mercado de organizaciones del tercer sector que ejecutan programas sociales específicos; 2) la ausencia de indicadores de impacto que muestran estos programas y; 3) finalmente, la escasa conciencia de la sustentabilidad de estas intervenciones.
La proliferación de programas sociales del Estado ejecutados por organizaciones, si bien da cuenta cabal de una cierta ideología subsidiaria, no resulta ser garantía de autonomía de los usuarios. Ellos continúan sin el poder de elegir entre los ejecutores de los programas, puesto que el sistema de licitaciones no implica participación ninguna de los públicos de los programas, acentuando una cierta subordinación que antes era debida al Estado y que hoy parece traspasada a organizaciones que, en muchos casos, no cuentan con certificaciones –ni mucho menos una reputación consistente en el mundo de los temas que tratan-, capaces de garantizar la calidad de los servicios que prestan. Si a esta situación añadimos una carencia “estructural” de las entidades estatales encargadas de supervisar las intervenciones sociales que se perpetran en y a través de los programas, el panorama se hace desalentador: nos queda un mercado desregulado de organizaciones que compiten por captar públicos cautivos, cuando no mantenerlos en programas en la ignorancia de los propios usuarios, cuando no la suerte de ser “adoptados” a permanencia.
Unido a este punto, y posibilitándolo, se encuentra una ausencia de indicadores de impacto en los programas, situación que lleva a muchos de ellos a confundir efectividad con coberturas (a pagar por el contratante estatal). La tecnología invertida en registros on-line de intervenciones sociales (como la plataforma puente o senainfo) parecen concentrados en contabilizar acciones concretas y no en medir como las personas alcanzan los objetivos planteados por los programas.
Ambos elementos desencadenan en una nula conciencia de sustentabilidad de las intervenciones que se llevan adelante, situación que queda graficada en la fluidez con que los usuarios transitan por la diversidad de programas dispuestos en “redes” que “pescan” una y otra vez los mismos peces. Esta metáfora representa lo que se entiende como sobreintervención programática (por no señalar en las diversas sobre intervenciones disciplinarias, lo que será parte de otra columna).
Esta disposición siniestra de programas sociales no alienta la efectividad y lo que es peor: parece evidenciar un triste retorno a las prácticas asistenciales y burocráticas con que pretendían romper los entes del Estado a principios de los años noventa. En este sentido el avance parece un retroceso.
Frente a esta situación no dejo de preguntarme: ¿Cómo es posible que no se aplique el principio de competencia a las organizaciones sociales que persiguen fines de lucro a través de la prestación de servicios sociales?. En este sentido la política social parece desviada completamente de la política económica. ¿Cuándo los públicos podrán optar por ser atendidos según su libertad y no por la prescripción del Estado?. Las personas pueden no tener dinero, pero jamás pueden perder su libertad de elegir.
Ángel Marroquín Pinto
Magíster en Trabajo Social
Pontificia Universidad Católica de Chile
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