Tal vez nada nos define tan claramente como aquello que no vemos. En cualquier actividad de la vida parecemos –cuando no lo estamos realmente-, arrojados a una especie de constante premura e impelidos a “hacer”, ya sea por nuestras inclinaciones, deseos o mera pervivencia.
Pero, ¿qué sucede cuando nuestro quehacer consiste en prestar servicios, de esos denominados en la jerga técnica como “personales”?, es decir, esos que se brindan cara a cara y dependen tanto de la destreza del operador como de componentes emocionales puestos en juego en la situación.
¿Nos apercibimos en algún momento (realmente y con las consecuencias que acarrea) que disponemos seriamente de eso que la literatura psicológica llama, pomposa y esquivamente: ‘yo’?, y ¿qué sucede cuando vemos que el ‘yo’ no es entendido como parte accesoria, sino fundamental en el hipotético logro de las tareas, objetivos e impactos de nuestro quehacer disciplinario?.
Salvo en instancias terapéuticas o bajo paradigmas de intervención social marcadamente psicológicos (como el Trabajo Social hermenéutico, especialmente aquel de origen francés e influenciado por el psicoanálisis lacaniano, como el que plantea Saul Karsz), resulta difícil considerar que las agencias que diseñan e implementan programas sociales en la actualidad, consideren seriamente que los interventores sociales trabajan –y (se) ponen en la intervención social-, nada más y nada menos que cosas distintas a su inteligencia, destreza y aptitud, cuando no únicamente la buena voluntad como ocurre con muchas y de las más reputadas mediáticamente.
Si bien es posible apuntar que los mejores programas sociales (¿cuáles son?, ¿dónde es posible rankear esos programas?) cuentan con sistemas de prevención de burnout, muchos otros, al ser consultados, “creen” que cuentan con éstos sistemas llegando incluso a confundirlos con diversas actividades del amplio y variopinto género del mal llamado “folclor laboral” tipo “minuto feliz”, “minuto de confianza” o “asados” en todas sus vertientes.
Como sea, parece no sólo existir una mala comprensión de lo que significa el burnout, sino que algo mucho más grave: se ignora el estatuto de lo psíquico en la intervención social, cuando no se lo reduce a burout, es decir, se lo trata como una externalidad negativa producida en el proceso de generación de servicios personales.
Esto no afecta únicamente a la institución en lo que puede cuantificar (y en definitiva, ver). Por ejemplo en términos administrativos, como nos puede hacer creer el considerar unidimensionalmente que el burnout es una manifestación de una mala planificación y/o distribución de funciones en la intervención (entre otros muchos factores que guarda y expone la literatura respectiva); tampoco que la afecta económicamente al restarle trabajadores y aumentar el número de licencias por enfermedades laborales asociadas a salud mental.
El burnout, entonces, en los equipos profesionales que trabajan en intervenciones sociales es una (entre muchas otras) manifestación de un problema de fondo: la existencia de puntos ciegos que la constituyen y que es donde encuentra su especificidad aquello denominado como intervención social.
Tal vez uno de los puntos ciegos que no ve la intervención social –y que no ve que no ve-, tenga que ver con el estatuto psíquico de lo social, entendido como mecanismo de reproducción de lo social. En este sentido, la ceguera se debería más que a una ausencia técnica, a una expresión de aquello que se denominaba antiguamente como ideología.
Ángel Marroquín Pinto
Magíster en Trabajo Social
Pontificia Universidad Católica de Chile
Pero, ¿qué sucede cuando nuestro quehacer consiste en prestar servicios, de esos denominados en la jerga técnica como “personales”?, es decir, esos que se brindan cara a cara y dependen tanto de la destreza del operador como de componentes emocionales puestos en juego en la situación.
¿Nos apercibimos en algún momento (realmente y con las consecuencias que acarrea) que disponemos seriamente de eso que la literatura psicológica llama, pomposa y esquivamente: ‘yo’?, y ¿qué sucede cuando vemos que el ‘yo’ no es entendido como parte accesoria, sino fundamental en el hipotético logro de las tareas, objetivos e impactos de nuestro quehacer disciplinario?.
Salvo en instancias terapéuticas o bajo paradigmas de intervención social marcadamente psicológicos (como el Trabajo Social hermenéutico, especialmente aquel de origen francés e influenciado por el psicoanálisis lacaniano, como el que plantea Saul Karsz), resulta difícil considerar que las agencias que diseñan e implementan programas sociales en la actualidad, consideren seriamente que los interventores sociales trabajan –y (se) ponen en la intervención social-, nada más y nada menos que cosas distintas a su inteligencia, destreza y aptitud, cuando no únicamente la buena voluntad como ocurre con muchas y de las más reputadas mediáticamente.
Si bien es posible apuntar que los mejores programas sociales (¿cuáles son?, ¿dónde es posible rankear esos programas?) cuentan con sistemas de prevención de burnout, muchos otros, al ser consultados, “creen” que cuentan con éstos sistemas llegando incluso a confundirlos con diversas actividades del amplio y variopinto género del mal llamado “folclor laboral” tipo “minuto feliz”, “minuto de confianza” o “asados” en todas sus vertientes.
Como sea, parece no sólo existir una mala comprensión de lo que significa el burnout, sino que algo mucho más grave: se ignora el estatuto de lo psíquico en la intervención social, cuando no se lo reduce a burout, es decir, se lo trata como una externalidad negativa producida en el proceso de generación de servicios personales.
Esto no afecta únicamente a la institución en lo que puede cuantificar (y en definitiva, ver). Por ejemplo en términos administrativos, como nos puede hacer creer el considerar unidimensionalmente que el burnout es una manifestación de una mala planificación y/o distribución de funciones en la intervención (entre otros muchos factores que guarda y expone la literatura respectiva); tampoco que la afecta económicamente al restarle trabajadores y aumentar el número de licencias por enfermedades laborales asociadas a salud mental.
El burnout, entonces, en los equipos profesionales que trabajan en intervenciones sociales es una (entre muchas otras) manifestación de un problema de fondo: la existencia de puntos ciegos que la constituyen y que es donde encuentra su especificidad aquello denominado como intervención social.
Tal vez uno de los puntos ciegos que no ve la intervención social –y que no ve que no ve-, tenga que ver con el estatuto psíquico de lo social, entendido como mecanismo de reproducción de lo social. En este sentido, la ceguera se debería más que a una ausencia técnica, a una expresión de aquello que se denominaba antiguamente como ideología.
Ángel Marroquín Pinto
Magíster en Trabajo Social
Pontificia Universidad Católica de Chile
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