El fotógrafo dispara su cámara y capta el momento preciso en que un niño refugiado o inmigrante, pide ayuda. Tras gestiones administrativas y pecuniarias, la fotografía recorre el mundo y se asienta en alguna institución humanitaria, religiosa o gubernamental que trabaja por –así reza el folleto- los inmigrantes o refugiados. Se ha trasformado en un emblema, en un símbolo que llama a la acción, logra, efectivamente, conminar.
Hasta este momento la historia es familiar a cualquier fotógrafo, organización humanitaria o religiosa. Pasa el tiempo, el conflicto desde el que emergió la imagen pierde su vigencia, son ahora otros conflictos quienes reclaman la atención de la multitud. La figura del niño inmigrante o refugiado, continúa, esta vez en algún rincón, observando impasible.
¿Qué nos dice la obsolescencia en que parece quedar depositada, con el tiempo, la imagen del niño?. Sin duda que la relación entre la fotografía y el espectador no ha caducado, el tiempo ha pasado y, sin embargo, ese niño aún está presente, tal vez más allá del tiempo en que los trabajadores pasarán por la institución. Sin embargo ha perdido algo de vigencia, se ha tornado, en cierto sentido, inactual.
Quien capturó la imagen lanzó al mundo una botella con un mensaje en su interior, pero no contó con que el desciframiento de ese mensaje debía contar con el paso de tiempo.
¿Por qué? Porque era preciso que la imagen se tornara parte de un discurso, fuera situada en un lugar en el que se contara con su inactualidad y su desecho.
El desechamiento no se produce sobre las personas (están, como los trabajadores, son desechadas sin interferencia y, en cierta medida, se desechan naturalmente sin mediación institucional), sino sobre lo que permanece, sobre la metáfora que propone la imagen: la metáfora en que se hace referencia al Otro es pues irreductible y a la vez descartable. Para observarla es preciso disponerse en un punto en que parece extenderse la imagen toda. Desde ahí parece ser “retornable”.
¿Qué denota, pues la imagen en que cristaliza la referencia que se hace al otro a través de este niño refugiado?. Se hace alusión al Otro, se lo fija, se proyecta su imagen a través de un dispositivo discursivo y visual: se lo expone a la mirada, a un tipo de mirada que cobra importancia cuando la fotografía adquiere un soporte significativo, es decir, cuando se torna emblema, símbolo de una institución. Logra representar para otros.
Siempre otro y el mismo.
Se alude a la particularidad de la imagen de este niño y su generalidad, se dice: los refugiados o inmigrantes, su sufrimiento que nos moviliza a actuar, sabemos lo que necesita y lo haremos. Se lo ignora concienzudamente mientras se lo fija en un horizonte de significado. El niño permanece mirando. Volvamos a esta mirada por un momento y dejemos que los funcionarios humanitarios y religiosos actúen en las sombras de los archivos y carpetas.
Este tipo de mirada comporta un régimen escópico, porque se adoptan registros, se adapta la imagen, se le adhiere a un discurso, se instrumentaliza la imagen del niño, se establecen regularidades, se estudian similitudes. Sin embargo la mirada del niño está ausente, no dice lo que precisa la representación: hay que hacerla hablar para que la imagen diga las mil palabras del refrán. Este vacío no es únicamente un vacío que habría que repletar de palabras, sino un lugar en que se espera que alguien caiga y quede situado.
Se debe proyectar, desde la imagen (adherida al discurso que le brinda soporte y que actúa como pie de página), una actitud frente a la imagen de este niño refugiado o inmigrante.
La imagen comienza su derrotero entre la multitud, el contexto donde la administración gubernativa ha dejado que la vecindad se rija por sus leyes propias y no interferirá el espacio en que sabe prima la exclusión próxima, es decir, la única efectiva respecto a los refugiados o inmigrantes “reales”, porque se presenta como indeterminable, es decir, guarda un discreto silencio acerca de los efectos del panóptico vecinal: la insidia aceptada en que viven los inmigrantes o los dictámenes arbitrarios del trato diferenciado y cotidiano que aceptan los refugiados por vivir en “otro país”.
Tras estas manifestaciones de violencia y silencio gubernamental, el pacto de dominación consentida y la transacción privilegiada en ciertos peligrosos y abandonados sectores de las ciudades, que antes habitaran los ahora pobres e indigentes que son, por la aparición de inmigrantes o refugiados, pobres pero “diferentes a los otros”, por aprehenderse ya no como los únicos ni mucho menos como los últimos, sino sobre otros en peores condiciones. El último es un espacio eternamente vacante.
Tal vez el uso más indiscriminado de la imagen de refugiados o inmigrantes sea aquella que llevan adelante las instituciones cristianas. ¿Por qué?.
Porque lo que hace la acción cristiana es apropiarse de la imagen de este niño, asociarla a su discurso y exponerlo como llamado desde lo que denominaremos “neo caridad”.
Moral no es ética. El rostro que muestra la acción social cristiana es una conminación moral sobre principios que se suponen universales: una projimidad con pretensiones ontológicas universalizantes.
Sucede con otros negocios a los que se dedica la neo caridad: se trasforman en prácticas de contenidos ausentes más allá de lo testimonial y por ello no discutibles: vacíos lucrativos en que se expone a este niño como sujeto desprovisto, sin historia, sufriente y, sin embargo, su imagen se transa, se comercia y, paradojalmente es su miseria expuesta, fijada en el soporte institucional, la que genera el lucro. Extrañamente se hace converger la mirada del niño refugiado con el rostro de Cristo.
El peor daño que se le puede hacer a este niño es exponerlo como objeto de caridad, ya que para instalarlo en ese lugar es preciso previamente someterlo a una metamorfosis: someterlo a la “maquinaria caritativa”, esto es:
1) Anularlo como sujeto portador de cultura y a la vez mostrarlo, exponerlo, como sujeto carente, sufriente, objeto por ello de atención por parte del dispositivo neo caritativo (que coincide sorpresivamente con la institución neo caritativa) que se piensa portadora del discurso moral universalizable.
2) Dominar su independencia (en la exposición particularmente) y dotarlo de atributos, exaltar su dolor, su necesidad, con ello se entiende, ignorarlo desde el punto de vista político. No importa ya el conflicto o la injusticia de su inmigración, sino la ayuda inmediata y “desinteresada” que le brinda, en su negociar, la institución.
3) Ocultar la radical heterogeneidad, ya que por medio de la exposición se le iguala al no inmigrante, al no refugiado, que vive en similares condiciones de dominación, explotación o sufrimiento, por lo tanto, lo que es bueno para unos lo es para otros.
Ver al otro desde su precariedad es fijarlo en un sistema de dominación preparado para asimilar moralmente la imagen de lo horroroso (en este sentido la ideología neo caritativa se propone como estado sobre los estados pues, como dijera un representante eclesiástico recientemente: “el certificado de bautismo es el pasaporte de todo cristiano”, dotarle de un papel para representar (se) en el espectáculo mediático pero, sobre todo, arrogarse el derecho de hablar (con propiedad, eso es lo terrible) por ellos. La imagen es ortopedia del verdadero niño refugiado, es un maniquí que cuelga y que se lo exhibe por no mostrar el horror del verdadero niño ya olvidado o que espera en una larga fila en las afueras de esa misma institución, ser atendido por una asistente social.
La imagen no es testimonio, es lo que completa y corrige lo real, lo que hace poderosa la dominación, la invisibilidad del poder actuante. La hegemonía de la nada neo caritativa es una muestra de ello, no su fin último. El lenguaje del poder es la imagen total, la vida cruda que acentúa sus trazos hasta hacerse más real que el real imaginado como posible: el dolor del niño refugiado multiplicado en serie y expuesto en salas de estar de instituciones religiosas.
Para dominar, el poder se hace sagrado, adopta la moral (la cristalización del bien, de lo no cuestionado ni mucho menos cuestionable) como subterfugio y llega hasta el último bastión del silencio, habita el lugar que antecede a la palabra: se torna pura seducción puro dolor ante el espectador.
Hoy el lugar en que se expone a este niño refugiado desde la neo caridad es pura ausencia, explotación de discursos institucionales que encuentran asidero en la insignificancia y relativizan los valores y derechos de ellos como personas. Los tornan humanos, demasiado humanos para que puedan ser vistos sin horror.