lunes, 19 de octubre de 2009

"El Espejismo Humanitario" (extracto del libro de Jordi Raich)

"En el multicultural planeta que nos acoge abundan las sociedades estructuradas alrededor de los conceptos de comunidad, copropiedad y participación, muy alejadas del individualismo que caracteriza a la civilización caucásica. En ellas, la generosidad del que tiene no es juzgada una virtud o una decisión voluntaria, antes bien es un deber para con los congéneres menos favorecidos. No es, pues, de extrañar que el humanitario no sea visto como un sujeto que comparte su riqueza sino como alguien que no da todo lo que podría ofrecer, como alguien que nunca da suficiente. A los ojos de numerosas víctimas, el cooperante es un falso magnánimo porque es desprendido con el dinero de los demás, en este caso los donativos y subvenciones entregados por los habitantes y los gobiernos de las regiones industrializadas a su ONG. Da un poco de lo mucho que tiene y lo poco que da no le pertenece.

El extranjero en cuestión aparece en el hospital, campo de refugiados, puesto de salud, pozo o aldea en un flamante Land Rover con chofer y antenas por doquier. Luce un reloj caro y unas gafas de sol de marca. Lleva una navaja multiuso suiza en el bolsillo y un walkie-talkie vocinglero en la cintura. Utiliza un lenguaje enigmático, atiborrado de siglas y abreviaturas incomprensibles que le hacen pasar por un experto en la materia que se tercie. No habla de heridos sino de beneficiarios y vulnerables, no dice países pobres sino países en vías de desarrollo y hambre se convierte en desequilibrio nutricional. Un vocabulario mojigato diseñado para apaciguar la mala conciencia colonial. Discute con los quejumbrosos, escucha sus demandas y dificultades, les pone la mano en la espalda y asienta con la cabeza en actitud comprensiva. Luego se lamenta de que no tiene suficiente presupuesto ni material para cubrir las acuciantes necesidades, de que sus jefes en las oficinas de la capital y en la sede central le ignoran, de que la burocracia estatal retrasa los envíos. Sube al jeep y se esfuma envuelto en la polvareda dejando atrás más promesas que soluciones. El samaritano distribuye judías y harinas pero come carne y frutas; exige a las familias que trabajen de forma voluntaria y él percibe un salario; receta medicamentos a los enfermos, más cuando tiene un problema de salud es evacuado; se enoja si no se cumplen los plazos establecidos para la finalización de las obras pero él se va de vacaciones o de reuniones a menudo. Por si fuera poco, suele ser un chico o una chica joven, que imparte órdenes a diestro y siniestro a personas que podrían ser sus abuelos y enseñarles unas cuantas cosas acerca de las relaciones humanas.

Por supuesto que no todas las víctimas son iguales ni piensan lo mismo. Cada situación, cada colectividad, cada individuo, tienen especificidades que los hacen únicos. No obstante, pueden establecerse categorías generales de atormentados en función de su forma de reaccionar ante la adversidad y la ayuda que se les presta. Si hablamos de desplazados, existen grandes diferencias entre los procedentes de áreas rurales, acostumbrados a vivir en la naturaleza, y los originarios de núcleos urbanos que son incapaces de encender un fuego, construir un cobertizo o manejar un machete. Estos últimos son los más exigentes y dependientes de la asistencia externa que los primeros. En el campo de Benako, al oeste de Tanzania, era fácil distinguirlos por el Mercedes Benz con el que habían escapado de Kigali aparcado delante de la choza. En el asentamiento de Sharshahi, Afganistán, identificábamos a los desahuciados de Kabul por el atuendo occidental de los hombres y el maquillaje y zapatos de tacón en pleno desierto de las mujeres. Los expulsados kosovares de 1999 en Macedonia fueron bautizados por la tribu solidaria con el mote de los pamper refugees (refugiados mimados o consentidos) porque se les distribuía Tampax, pañales desechables para bebés, alimentos infantiles preparados, sujetadores y papel higiénico, una colección de productos de consumo impensables en un recinto africano.

En casos extremos, el tipo de los centros de refugiados camboyanos en Tailandia de principios de los ochenta suscitados por la expulsión de los jemeres rojos de Phnom Penh por las tropas vietnamitas y, de nuevo en los campos de los Grandes Lagos tras el genocidio ruandés de 1994, una parte de los exiliados son los desalmados que han planeado y perpetrado los crímenes. Asesinos convertidos en víctimas a consecuencia de las acciones que ellos desencadenaron. Esta clase de situación crea interminables dilemas éticos a los humanitarios, que tienen que decidir si colaboran con grupos radicales altamente politizados que establecen bases paramilitares en los “cuarteles” caritativos y conciben actos violentos, o dejan de socorrer a la población, incluidos los inocentes.

También hay diferencias entre desposeídos, por decirlo de algún modo, novatos y las llamadas víctimas profesionales que se encuentran primordialmente en campamentos de desplazados de naciones que llevan muchos años en guerra. En la mayoría de estas instalaciones semipermanentes las condiciones de vida de los desterrados son muy superiores a lo que eran en sus aldeas de origen. En la colmena regentada por los forasteros sin ánimo de lucro hay seguridad, escuelas, agua potable, hospitales y comida. Además los servicios prestados y los productos distribuidos son gratis, ni siquiera hay que deslomarse para ganarse el sustento diario, basta con hacer cola y esperar turno. Los damnificados expertos conocen al dedillo el funcionamiento de las ONG, saben de qué manera sacar provecho de sus recursos y no tienen ninguna intención de regresar a su pueblo o ciudad. Con frecuencia, los residentes oriundos de la región donde se ha establecido el asentamiento abandonan sus casas, se hacen pasar por desamparados y se mudan al campamento como quien va al chalet de la urbanización en la costa. Las victimas profesionales son un subproducto no deseado de la industria compasiva."

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