Nadie duda de la importancia del soporte político para los programas sociales y, sin embargo, resultan escasos los análisis relativos a las formas y alcances que estos tienen actualmente para ellos. En esta columna abordaremos este tópico en vistas a contribuir a diferenciar entre lo que denominaremos como dos actitudes respecto a este tema: “hablar de” y “hablar con”.
Para producir los acuerdos mínimos desde los cuales opera un programa social se debe tener claridad acerca de los intereses de los actores involucrados (stakeholders), sus ámbitos de influencia y grados de participación. En este sentido tan importante como la agencia financiadora resulta el establecimiento de grados de libertad y tipo de compromiso de los actores. La articulación entre los intereses de los stakeholders nos refieren a la direccionalidad del programa, es decir, desde donde está diseñado y que tipo de voluntades procura aunar y en virtud de qué objetivo social. En el caso de las organizaciones sin fines de lucro, se refiere al campo de servicios orientados a personas y no, como en el caso de la política social, al cumplimiento de metas y coberturas. Por lo tanto más importante aún que el acuerdo, para estas organizaciones, resulta la alineación política de los stakeholders respecto a los fines hacia los que apunta el programa.
Si señalamos que los acuerdos entre los actores se establecen a través de gestiones diversas que pueden, a su vez, ser descompuestas el unidades mínimas denominadas conversaciones, tendremos que estas últimas –conversaciones- se hayan mediadas por los prejuicios desde los que operan los programas sociales. Un prejuicio es una evidencia que no merece ser cuestionada. Los prejuicios se instalan desde el orden moral: “lo que hacemos es importante porque es bueno”, he oído decir a algunos administradores de organizaciones sin fines de lucro al referirse a los programas sociales que gerencian y, sin embargo, algunos actores apoyan giros administrativos que se orientan por lógicas de interés que no siempre consideran la finalidad de los programas. Para ejemplificar esta situación propongo revisar lo que sucede cuando se le piden cuentas y evaluaciones a la organización; ella responde con la lógica dicotómica del costo-beneficio y olvida que debe dar cuenta, ante todo, de sus objetivos y no de la caja.
Como vemos, nos topamos con eso que los autores clásicos de la sociología denominaron sibilinamente como ideología. Es en este punto donde opera el experto.
El Rol del experto, por excelencia es el de relativizar los supuestos “evidentes” desde los que opera el programa, es decir, del plano moral de las premisas centrales que proyecta el programa y que soporta la relación entre los stakeholders y entre éstos y el programa.
La lógica del experto se niega a creer las evidencias del creyente. ¿Qué nos queda entones y una vez puestas en cuestión estas premisas?. Queda la posibilidad de comprender al programa social como una co-construcción con niveles de incidencia variable y densidades diversificadas.
Muchas organizaciones son más bien renuentes a la participación de expertos en la gestión de programas sociales (más aún a la profesionalización de la gestión de los mismos); ellos hablan de los actores involucrados y dicen cosas como “esto no es una empresa”, “nosotros somos una organización guiada por valores y no por el lucro”. En esta figura se produce un rebajamiento del rol del experto que nos hace posible pues hablar de una ideología de rebajamiento.
Por el contrario existen organizaciones que administran programas sociales y que ven la labor del experto como una posibilidad más para poner en cuestión los supuestos y creencias desde las cuales opera el programa para, a fin de cuentas, abrir canales de participación a los stakeholders.
Este es el primer paso hacia la definición de condiciones previas para el aseguramiento de estándares de calidad para programas sociales. Aquello que es evidente en un programa social es justo aquello que se niega a ser preguntado y que impide una alineación política que potencie el programa e impedir que éste genere la lucha interna permanente en que parecen vivir algunos programas sociales.
Para producir los acuerdos mínimos desde los cuales opera un programa social se debe tener claridad acerca de los intereses de los actores involucrados (stakeholders), sus ámbitos de influencia y grados de participación. En este sentido tan importante como la agencia financiadora resulta el establecimiento de grados de libertad y tipo de compromiso de los actores. La articulación entre los intereses de los stakeholders nos refieren a la direccionalidad del programa, es decir, desde donde está diseñado y que tipo de voluntades procura aunar y en virtud de qué objetivo social. En el caso de las organizaciones sin fines de lucro, se refiere al campo de servicios orientados a personas y no, como en el caso de la política social, al cumplimiento de metas y coberturas. Por lo tanto más importante aún que el acuerdo, para estas organizaciones, resulta la alineación política de los stakeholders respecto a los fines hacia los que apunta el programa.
Si señalamos que los acuerdos entre los actores se establecen a través de gestiones diversas que pueden, a su vez, ser descompuestas el unidades mínimas denominadas conversaciones, tendremos que estas últimas –conversaciones- se hayan mediadas por los prejuicios desde los que operan los programas sociales. Un prejuicio es una evidencia que no merece ser cuestionada. Los prejuicios se instalan desde el orden moral: “lo que hacemos es importante porque es bueno”, he oído decir a algunos administradores de organizaciones sin fines de lucro al referirse a los programas sociales que gerencian y, sin embargo, algunos actores apoyan giros administrativos que se orientan por lógicas de interés que no siempre consideran la finalidad de los programas. Para ejemplificar esta situación propongo revisar lo que sucede cuando se le piden cuentas y evaluaciones a la organización; ella responde con la lógica dicotómica del costo-beneficio y olvida que debe dar cuenta, ante todo, de sus objetivos y no de la caja.
Como vemos, nos topamos con eso que los autores clásicos de la sociología denominaron sibilinamente como ideología. Es en este punto donde opera el experto.
El Rol del experto, por excelencia es el de relativizar los supuestos “evidentes” desde los que opera el programa, es decir, del plano moral de las premisas centrales que proyecta el programa y que soporta la relación entre los stakeholders y entre éstos y el programa.
La lógica del experto se niega a creer las evidencias del creyente. ¿Qué nos queda entones y una vez puestas en cuestión estas premisas?. Queda la posibilidad de comprender al programa social como una co-construcción con niveles de incidencia variable y densidades diversificadas.
Muchas organizaciones son más bien renuentes a la participación de expertos en la gestión de programas sociales (más aún a la profesionalización de la gestión de los mismos); ellos hablan de los actores involucrados y dicen cosas como “esto no es una empresa”, “nosotros somos una organización guiada por valores y no por el lucro”. En esta figura se produce un rebajamiento del rol del experto que nos hace posible pues hablar de una ideología de rebajamiento.
Por el contrario existen organizaciones que administran programas sociales y que ven la labor del experto como una posibilidad más para poner en cuestión los supuestos y creencias desde las cuales opera el programa para, a fin de cuentas, abrir canales de participación a los stakeholders.
Este es el primer paso hacia la definición de condiciones previas para el aseguramiento de estándares de calidad para programas sociales. Aquello que es evidente en un programa social es justo aquello que se niega a ser preguntado y que impide una alineación política que potencie el programa e impedir que éste genere la lucha interna permanente en que parecen vivir algunos programas sociales.
Ángel Marroquín Pinto
No hay comentarios.:
Publicar un comentario