viernes, 14 de mayo de 2010

Intervención social y monstruos pensantes.

Cuando pretendemos pensar en intervención social, una de las primeras cuestiones que nos asalta tiene que ver con la presencia, es decir, con la asistencia, no solo personal por cierto (que es destacable pero irrelevante para este discurso, al menos por ahora), sino con la mental del interventor o quien en el caso, se precie de tal.

El asistente, inmerso en la cosa social, regularmente reclama tiempo para pensar e incluso para cursar especializaciones tendientes, todas ellas, a mejorar o perfeccionar su propensión al pensamiento. Parece existir, en sus palabras, una cierta quietud ideal para pensar que, hipotéticamente, se alejaría de la práctica: esa fastidiosa rutina que se empeña en poner a prueba la paciencia, prudencia, humores y deseos de quien se ve reclamado por ella diaria e insistentemente.

Para quienes se afanan en lo social (incluso aquellos que lo hacen sin saberlo), el público les es imprescindible y molesto a un tiempo, especialmente para aquellos que desearían pensar sin contratiempos. Ante esta dicotomía mental surgen técnicas profesionales como el análisis de caso y la exposición (más o menos controlada, más o menos catártica) de “casos” y situaciones más o menos extremas.

Es este el momento y lugar en que el pensamiento parece encontrar el momento justo para expresarse al calor de consideraciones teóricas, sencillos análisis basados en la experiencia, en la buena o mala voluntad del momento e incluso en el testimonio en su vertiente pícara o lastimosa.

Hasta aquí no hay problema, pero cuando nos preguntamos seriamente: ¿qué fue del pensamiento de interventor durante la jornada de trabajo?, las respuestas se orientan más o menos a señalar que “estaba concentrado en la labor”, “intentando resolver un caso pesado”, “intentando contactarme con…” etc. Interesantes afirmaciones, especialmente si pretenden dar cuenta de un cierto acoplamiento entre el interventor y su trabajo, entre quien piensa y lo pensado. La asistencia del asistente es, al menos, dudosa.

Esta simetría resulta sospechosa, -cuando encuentra acomodo y seguridad el pensamiento y lo pensado- cuando se produce eso que Goya llamaba “el sueño de la razón”. Ese pequeño aguafuerte del artista español nos enseña que la correspondencia entre la modorra y el horror resulta de una cierta familiaridad entre ambas y se produce cuando la razón capitula, ceja.

Cuando nos entregamos a nuestros afanes cotidianos, cualquiera que estos sean, más aún cuando requieren cierta lucidez mínima, como en la situación de los programas sociales que tratan con población que presenta hándicaps sociales, se requiere una actitud vigilante, se requiere ejercitar un pensamiento no disociado entre teoría o practica, entre pensamiento o acción y por sobre todo, evitar y en mucho casos resistir con presencia, es decir, asistencialmente, la pertinacia en que parecen dormir algunos programas sociales para satisfacción de monstruos variados.

Ángel Marroquín Pinto

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