miércoles, 19 de mayo de 2010

No somos grandes artistas.

Es ya un lugar común hablar de falencias “técnicas” en programas sociales, lo que no resulta común es apuntar a las bases de esas falencias, mas allá de los errores u omisiones evidentes o policiales. Especialmente atacados han sido los programas sociales gubernamentales que son ejecutados por ONGs en el marco de la tercerización de la política social que se viene dando desde el primer gobierno de la concertación.

Las evaluaciones que penden sobre las cabezas de los ejecutores de programas sociales, son muchas y variadas en cuanto a calidad y cantidad y, sin embargo, su consistencia y terquedad debería contar con un oponente menos dócil. ¿Por qué?.

Porque aquello que hace a un programa social fallar no es la ejecución, por más que se esfuercen en señalarlo -con más o menos talento y fe, por cierto, los diseñadores de los programas, sino sus inconsistencias internas, conceptuales, al decir de Teresa Matus: sus fidelidades inhabitables.

Cuando el corpus teórico de un programa social mezcla conceptos provenientes de tradiciones disímiles –e incluso francamente opuestas-, no es raro que estos presenten rendimientos diferenciados y asociados a la matriz desde la que han sido extraídos. Esta colección de conceptos variopintos –e incluso elegidos según la moda conceptual que sigue cada programador- lleva a traspasar a las ONGs responsabilidades que van más allá de la mera ejecución y que tienen que ver más con cubrir zonas pudentas del programa que con lucirlo en un desfile de modas.

No me detendré en la responsabilidad y debilidad de los programadores, solamente les recordaré la frase de Aristóteles que dice: “un pequeño error al comienzo, gran error al final”.

Quienes verdaderamente sufren por las inconsistencias conceptuales son los afectados –no usaré la palabra beneficiario porque me parece obscena, especialmente en este caso-, puesto que se ven atravesados por lógicas pseudo: pseudo participativas, pseudo sistémicas, pseudo positivistas, sin encontrar corrección ni claridad respecto a la oferta que se les hace. Además de ser pobres reciben la “(des) atención” de un pobre programa social.

El programador lleva adelante evaluaciones a los ejecutores y al ver los resultados parece decir: “no somos grandes artistas” y lo peor de todo: “pero tampoco queremos ser menos”. Humildad a la chilena, es decir, que termina en soberbia.

No sólo es irresponsable lanzar al mercado un programa social con falencias conceptuales sino también pretender que su ejecución no se vea entrampada por esas falencias y, finalmente, que las personas no acepten o se vinculen instrumentalmente a ellos con lógicas tipo: “hacer como que….me interesa”.

En fin, los programas sociales tipo “popurrí” no hacen sino mostrar la pequeñez y soberbia de los programadores, la ambición política y la nula preocupación por dar respuestas de calidad a problemas cada vez más complejos.

Ángel Marroquín Pinto

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