lunes, 2 de agosto de 2010

Un programa social es un trampa que atrapa ratones y no otra cosa.

A simple vista podría parecer absurdo pedir a un programa social responder a una simple pregunta como ésta: ¿Qué bases epistémicas lo sustentan? o ¿Qué noción de sujeto sostiene?.

Esto, que puede parecer fuera de lugar para quienes se entregan encarnizadamente al activismo irreflexivo, no resulta superficial cuando consideramos que la definición conceptual de un programa social incluye necesariamente una forma de concebir a los individuos, la sociedad en que ellos perviven y que además –y en cierta medida locamente-, se pretende “cambiar” a través del curso organizado (…) de las acciones del programa y, sobre todo, lo más importante: lo que las personas pueden esperar o no de él, es decir, su prestigio o capital simbólico.

Hoy vivimos una época precaria respecto a definiciones conceptuales precisas. Abundan los usos contradictorios respecto a términos de uso frecuente (por no mencionar el entronizado sentido común ilustrado y sus frases tipo: “nosotros sabemos que ellos saben”), uno de ellos es el de programa social.

Esta situación se ha visto agravada por el desembarco de profesionales (originado por la saturación interna de sus mercados específicos y por la sobrepoblación académica que promueven irresponsablemente muchas universidades públicas y privadas), como la psicología, la pedagogía, la sociología o la antropología, en la arena de los programas sociales.

Tenemos la impresión que los planificadores han dejado de lado el interés conceptual y se han arrimado mas bien a objetivos de supervivencia económica o la simple y llana mantención del prestigio alcanzado (verídica o mediáticamente), por los programas en los que trabajan.

Otra cosa que suele suceder es que las definiciones de programa social se tienden a difuminar en lo fáctico. Esta es tal vez la más aberrante de las prácticas de las organizaciones que llevan adelante programas sociales: no sólo les da lo mismo contar con una definición de programa social sino que confunden el tema que tratan (infancia, adolescencia, mujeres, pobreza etc) con las acciones que llevan adelante para “hacer algo” con las personas que se les ha encomendado. Los vicios y malas prácticas abundan y, lamentablemente, parece infinita la capacidad de los administradores y “jefes” de programas para cambiar y adaptar (con mala fe), sobre la marcha ideas confusas acerca de lo que entienden “ellos” como programa social[1].

Esta superficialidad grotesca contrasta grandemente con el esfuerzo de teóricos como Niklas Luhmann a la hora de abordar este tema.

Para el autor de Sistemas Sociales, un programa social es, ante todo, un tipo de selectividad coordinada (LUHMANN, 1998). Sabido es que Luhmann centró su atención en la comunicación y que, por lo tanto, cuando habla de programa social se refiere a un tipo de reducción de la complejidad del entorno a través de la comunicación: “El proceso elemental que constituye lo social como realidad especial es un proceso comunicacional. Sin embargo, para poder dirigirse a sí mismo, este proceso debe reducirse, descomponerse en acciones. Por lo tanto, no se puede plantear que los sistemas sociales estén constituidos por acciones, como se estas acciones fueran producidas con base en la constitución orgánico-física del hombre y pudieran existir por separado. El planteamiento correcto es que los sistemas sociales se descomponen en acciones y obtienen por medio de esta reducción las bases para establecer relaciones con otros procesos comunicacionales”[2].

Los programas sociales son pues programas de acción en el lenguaje. No nos referimos con ello a la existencia de algo así como una conciencia que pueda ser cambiada (o “intervenida”), sino a la posibilidad cierta o no, de que el sistema interventor logre acoplarse al sistema intervenido a través de la comunicación: “Cuando ya sólo se trata de la mejor manera de cazar ratones con ratoneras, todavía se puede aportar bastante, aunque no arbitrariamente”.

¿Cómo es posible que los programas sociales logren sus objetivos en entornos donde se requiere concertar los intereses de muchos stakeholders?, ¿Cómo es posible probabilizar la selección de sus destinatarios?.

Después de todo resulta una ocupación grave esta de casar ratones con la trampa Luhmanniana, sólo ratones y no cualquier cosa con cualquier trampa.



Ángel Marroquín Pinto
Magíster en Trabajo Social
Pontificia Universidad Católica

[1] Mención aparte merece el uso indiscriminado y aberrante del concepto de “complejidad” por parte, por ejemplo, de SENAME. Este servicio ha llegado al extremo de confundir un perfil de usuario con lo que torpe y grandilocuentemente llaman niveles de complejidad. Parecen desconocer la diferencia conceptual entre complejidad y complicación aquellos que justamente no deberían desconocerla. A esta práctica de mala fe conceptual se le llama en Chile: trabajar al “ojímetro” (también conocida como “cachativa” o simple improvisación tipo: “no somos grandes artistas, pero tampoco queremos ser menos”) y es practicada por muchísimas organizaciones que implementan programas sociales.

[2] LUHMANN, Niklas. SISTEMAS SOCIALES. LINEAMIENTOS PARA UNA TEORÍA GENERAL. Anthropos. Barcelona. 1998. Pag 141.

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