Humo blanco en los altares de la capitulación. Arden los inciensos del perdón y yo recuerdo historias de hombres que yacen en prisión por prohibir lo que todo el mundo en las esquinas dice. Apagadas lunas se sumergen en un mar de cartón salobre a un lado de la carretera principal llueve destempladamente y se tuercen los caminos de los que allí pierden el tiempo haciendo lo que todos hacen durante el verano antes de regresar a sus cálidos lechos de enamorados de sí mismos. Las líneas dinamitadas oblicuamente brindan una atmósfera licuada al entretanto de las horas, queda liquidado quien cruza sin sospechar la flagrante falta que es servirse de otros para transitar por las vías de la noche. Va cayendo la tarde como un telón ceniciento y anhelamos lo que vemos pasar a la medida de cada una de nuestras esperas. La gente continúa aguardando los trenes a ninguna parte confundidos y expectantes trazando círculos en sus mentes que les empujan a subir lo más rápido posible a los vagones. Mientras tanto yo los observo convencido de que cualquier instante es ahora. Mientras el tiempo pasa apuro la velocidad del bosque se va dibujando y estampando en la tarde a cuatro pisos de distancia de una calle que es todas las calles y que sin embargo no lleva a ninguna parte. Los pasajes se marchitan en los húmedos dedos de los viajeros y el desierto se hace en ellos como la luz eléctrica en los cilindros neutros que emergen coloreando de opaco las calles que han ido quedando desiertas. Digo ahora y es el escenario de otras historias y callo mientas la justicia avanza atracando talones descuidados y llevando aterradoras pesadillas a los cuartos y parlantes de toda la América conocida (que por cierto no es mucha ni defectuosa) cuando se empuñan banderas obsolescentes y seniles en la memoria de todos los que pasaron dejando esqueletos por la columna de los Andes. Me dices que pierdo el tiempo recitando en silencio lo que las raíces ya decidieron callar y sin embargo estoy en la cordura de tus respuestas atentas al menú del domingo en el almuerzo familiar y el periódico que no se leyó jamás y que descansa en tu regazo agotado de ser mirado si dirección. Decir aeropuerto es decir una palabra más un silencio menos que poblar. El cielo es una ciénaga que deja ver los cabrilleos multitudinarios de las oraciones extraviadas de los creyentes llamadas telefónicas que son contestadas y que sumen a quien llama en la indignación al constatar que del otro lado le devuelven un suspiro apagado.