María Emilia Tijoux
La presente reflexión surge de una investigación en curso sobre la comprensión de la vida cotidiana de inmigrantes peruanos y las transformaciones vivenciadas por ellos y sus familiares. Dado que el material recolectado pone al cuerpo inmigrante en el centro de interacciones sociales que develan la dificultad del ser Otro en Chile, hemos abordado este objeto de estudio desde la sociología del cuerpo. Sabemos que es un objeto sociológico problemático, tanto por la centralidad del individuo que el cuerpo contiene; como por su transversalidad (que induce a estudiarlo desde distintos campos) y la dificultad epistemológica de un desplazamiento a otras ciencias sociales; sin embargo, asumimos estas limitaciones argumentando a la vez que el cuerpo del inmigrante es el hilo conductor que nos informa de las características del individuo, de los grupos a los que pertenecía y a los que desea pertenecer, de los roles que desempeña y de la múltiple realidad que enfrenta. Un cuerpo que tal vez pueda romper con la experiencia ontológica-individualista que lo considera una expresión natural de la persona. Producto de la socialización, es lugar de la representación y la reproducción. Pensamos que explorar y comprender sus prácticas podrían explicar una teoría de la acción desde las reacciones y los sentimientos que tal como lo afirma Bourdieu es todo un sistema de gustos y disposiciones adquiridas para que sea un (su) habitus el que defina y signifique a este conjunto, como al mundo y a sus categorías de percepción (Bourdieu, 1981).
Nuestra época descansa en la mitología de una movilidad geográfica que sirve para adaptarse a un mercado de trabajo flexible y a la felicidad personal de una permanente construcción del sí mismo (Universalis, 2006) donde el fenómeno generalizado de la inmigración se ha convertido en “un objeto socio-políticamente sobredeterminado” (García Borrego, 2005), que ha construido al inmigrante como un arquetipo social. Como condición moderna del hombre y de la humanidad, la inmigración tiene formas y lógicas que se transfiguran hasta esteriotipar negativamente a los inmigrantes, por ejemplo, desde figuras incorporadas al imaginario social, como el indigente y el errante, que asociados al vagabundo como peligro y pobreza, construyen la representación social de individuos anómicos, potenciales desestabilizadores del orden, extraños del exterior.
¿Qué puede hacer un inmigrante cuando el país al que llega para compartir usos y costumbres, idiomas y sensaciones, lugares y búsquedas, lo considera un extranjero no deseado? La sociedad de destino se cierra y se complica ante este recién llegado, figura paradigmática del que viene de afuera como “candidato” a la aceptación (Schütz, 2003), situado entremedio de la nueva realidad y la tradición que trae consigo. Su rostro, su caminar, su mirada, sus vestimenta, sus vacilaciones, lo denuncian. Su cuerpo choca con una tradición que lo expone física y psíquicamente como un Otro que debe definirse en la alteridad de esta compleja distinción.
Nuestra época descansa en la mitología de una movilidad geográfica que sirve para adaptarse a un mercado de trabajo flexible y a la felicidad personal de una permanente construcción del sí mismo (Universalis, 2006) donde el fenómeno generalizado de la inmigración se ha convertido en “un objeto socio-políticamente sobredeterminado” (García Borrego, 2005), que ha construido al inmigrante como un arquetipo social. Como condición moderna del hombre y de la humanidad, la inmigración tiene formas y lógicas que se transfiguran hasta esteriotipar negativamente a los inmigrantes, por ejemplo, desde figuras incorporadas al imaginario social, como el indigente y el errante, que asociados al vagabundo como peligro y pobreza, construyen la representación social de individuos anómicos, potenciales desestabilizadores del orden, extraños del exterior.
¿Qué puede hacer un inmigrante cuando el país al que llega para compartir usos y costumbres, idiomas y sensaciones, lugares y búsquedas, lo considera un extranjero no deseado? La sociedad de destino se cierra y se complica ante este recién llegado, figura paradigmática del que viene de afuera como “candidato” a la aceptación (Schütz, 2003), situado entremedio de la nueva realidad y la tradición que trae consigo. Su rostro, su caminar, su mirada, sus vestimenta, sus vacilaciones, lo denuncian. Su cuerpo choca con una tradición que lo expone física y psíquicamente como un Otro que debe definirse en la alteridad de esta compleja distinción.
I-
Etimológicamente, extraneus enuncia lo que es exterior. Difícil palabra que evoca el límite entre el afuera y el adentro, pero palabra que se mueve y que migra, al igual que la figura que designa (Pontalis, 1990): de un país a otro, de una doxa a otra, de una ley a otra. El extranjero es prototipo de un individuo marcado por la figura del viaje, peregrino concreto de un espacio que los hombres tanto buscan resguardar y que sin embargo es solo condición y símbolo de las relaciones humanas (Simmel, 1990). Siempre desplazándose, y más en condiciones de diferenciación de un espacio mundializado, surge en cada ciudad que “surge”, con distintos rostros, distintos colores, distintos cuerpos, incluso con el suyo, cuerpo propio que se fragmenta cuando debe reinventarse según las circunstancias y necesidades de la situación que lo interpela (Goffman).
“Cuerpo extranjero” es una expresión que traduce el rechazo. Extranjero cuerpo extraño que alojado en nuestro cuerpo terminamos por aceptar y olvidar. Pero el lenguaje común ha fabricado la diferencia entre lo desconocido y la intimidad. Y, si como consecuencia del sentir común el cuerpo extranjero es condenado, relegado y dejado sin territorio, es él mismo, en tanto cuerpo, que le da un status y que al estar relegado, relega, afirmando su diferencia. Siendo así no tiene más solución que integrarse, aunque se convierta en un cuerpo asimilado. Esta extrañeza del cuerpo estaría en el cuerpo mismo, en lo que vuelve extraño al cuerpo extranjero (Blanchot, 1958). No obstante es familiar, no porque se haya incorporado, sino porque su diferencia invita a reflexionar sobre lo que es el cuerpo.
Históricamente, el extranjero es citado en papiros, inscripciones, ritos funerarios. Del Ritual de la Execración egipcia hasta el Pentateuco, extranjero es un término que encarna todo el temor del pueblo a ser considerado diferente. El cuerpo judío será marcado para ser visto, cuando se le obligue en 1215 a llevar vestimentas distintas a los cristianos; hombres y mujeres mostrarán así su origen, más tarde lo harán con una insignia en el pecho, primero amarilla, después roja y blanca (Robert, 1991). En 1266, los judíos de Gnesen en Breslau tendrán que vivir aislados de los cristianos en una parte retirada de la ciudad, separados por un muro. En 1570 con la instalación de un gueto en Viena, los ciudadanos se opondrán a la libre circulación de quienes consideran enemigos de “prácticas infames”, y propondrán que los judíos permanezcan juntos en una casa de puerta única que solo les permita salir de noche (Wirth, 1980).
Estas medidas de exclusión indicadas como insignia negativa en la ropa, ese terrible deseo de separación, podrá verse en Europa como en otras regiones del mundo: peligrosos, enfermos mentales, homosexuales, escandalosos, extranjeros. Hay que separar a los infames de los cristianos: leprosos, prostitutas y heréticos, correrán la misma suerte, al igual que sus descendientes. Solo los gitanos, indiferentes a la permanencia en la polis, quedarán liberados de las marcas distintivas; sus cuerpos son visibles, como la alegría de su música y el colorido de sus ropas; sin embargo pueden ser ejecutados en cualquier momento. En 1639, los vagabundos serán perseguidos y abatidos en Bremgarten; y en 1726 se decretará en Suiza que los “sin patria” que ingresen al cantón, quedarán fuera de la ley, de lo contrario cualquier ciudadano podrá ejecutarlos (Hélène Beyeler-Von Burg, 1984). Con la llegada del nazismo en Alemania en 1933, serán miles los gitanos exterminados.
Aunque la historia da muestra de esta diferenciación, no podremos ahora detenernos en el interés que estos hechos arrojan, aunque está claro que la protección buscada por el pueblo de un dios específico, se revela en cuerpos marcados asimilados al cuerpo leproso, a lo que se agrega el signo de una infamia que hace completamente consistente y duradero el sentido común. La diferencia entonces es sensible, y se materializa en lo que proviene de lo simbólico. Pero estos textos de exclusión permanecen actuales. Los extranjeros deben situarse en un espacio que necesita preservarse y para ello, sus cuerpos deben designarse. Designación que concierne a la diferencia que se opone a la intención humanista de igualdad, y que se comprueba con la administración de la expulsión de inmigrantes considerados indeseables.
-II-
Empujado por las dificultades económicas, la persecución y los cambios, el inmigrante debe adaptarse, modelarse, armar una vida en contacto con otros que desconoce. Es un Otro para la percepción de los nacionales, reflejo deshumanizante y desubjetivante que les permite encontrarse en una compacta mayoría. El inmigrante porta en él todas las frustraciones que tiene el conformista sometido a una historia reconciliadora que grita o rumia su odio. Llegado a destino, ya no es un extranjero en general sino un inmigrante particular, necesario y conveniente para el funcionamiento de dioses y monstruos sociales (Durkheim, 1907). Se lo nombrará identificándolo: “judío, “árabe”, “chino”, “latino”, “negro”, “indio”, “mapuche”, “peruano”. De esta manera el inmigrante facultará la apertura de todos los significantes de la diferencia, de tal modo que quien lo estigmatiza sostendrá, con su sola presencia, a todo el conjunto. Es un Otro que representa el revés negativo de la identidad del Nosotros y sirve, mediante un proceso simultáneo de construcción/exclusión, para definir y dar valor a los contenidos de dicha identidad social (D. Jodelet, 2004).
Estamos en medio de una realidad por excelencia que articula el aquí y el ahora de rutinas corporales ejecutadas por quienes poseen el conocimiento del espacio. El inmigrante deberá tratar de apoderarse de lo nuevo, obligado a deshacerse de acciones provenientes de sus marcos sociales originarios. Sus gestos serán los principales indicadores de rutinas que podrán delatarlo como un Otro que interfiere en la comunidad, imposibilitando el compartir. El escenario chileno muestra al inmigrante actuando (principalmente en un trabajo de la cara) en un continuo intento por crear realidad verdadera en el rol que juega, buscando idealizarse para los otros, “pegando” su rol a la realidad para un mejor retrato de si mismo. Así es como vive un proceso que lo despoja lentamente de su Yo, mortificándolo cada vez que se enfrenta a los demás (Goffman, 1965). La interacción a la que deberá someterse representa la co-presencia corporal de un cara-a-cara de recíproca influencia entre él y los demás, donde cada uno ejerce sus respectivas acciones cuando hay presencia física inmediata. Esta co-presencia corporal tiene un orden aprehensible en su instantaneidad, es un imperativo que expone plenamente al individuo “mirado” por ser portador de signos expresivos distintos. Su visibilidad apelará a la interpretación sobre lo que es y las posibles intenciones que lleva. Es sobre este conjunto de índices, de signos, de informaciones entregadas, la mayoría de las veces no concientes e involuntarios, que se implementa un orden social en cada una de las situaciones.
-III-
La ciudad posee una simbólica donde la razón y las sensaciones operan conjuntamente para este nuevo protagonista que deberá practicarla para conocerla y manejarla. Solo así podrá, después de un tiempo largo, descifrar los modos de organización social que se dejan ver desde las tácticas, estrategias, operaciones y procedimientos. Frente a situaciones no esperadas, tendrá que inventar los roles para enfrentar lo cotidiano, poniendo en acción sus saberes más guardados (M. de Certeau, 2000).
El inmigrante llega a la ciudad para refugiarse entre los suyos y facilitar la búsqueda de trabajo; pero tiene que vivir la segregación residencial de una separación que opera en el seno de la ciudad misma (Griffinger, 1998) y que suele mostrar la carencia de interacción con otros grupos (White, 1983), es decir, tendrá que moverse en un espacio que refleja las diferencias sociales (Bayona y Carrasco, 2007).
Toda ciudad además, contiene barrios que generan una determinada distribución de la población, según tareas acordes a la función que cumplen, como los slums de Robert Park (1952), los "guetos", los lugares de inmigrantes, zonas que conservan una cultura más o menos extranjera y exótica donde podría producirse el asociacionismo. En Santiago, el inmigrante peruano se instala en barrios como Brasil, Yungay, Rosas, Mapocho, Independencia, Estación Central, Recoleta, Cerro Blanco, todos sectores que se llenan de estos trabajadores que buscan una vida mejor, tal como lo hicieron antaño los pobres rurales. Pero el viejo Santiago necesita sacarse los años de encima y maquillarse para seducir. La cirugía que le propone el mercado inmobiliario busca un cambio mayor, una transformación inmunitaria que haga relucir “sin mancha” a estos edificios envejecidos donde actualmente conviven inmigrantes con chilenos de condiciones económicas similares. ¿Qué ocurrirá con ellos después del tratamiento?
Vivimos la paradoja de un mundo que se abre a los colores, olores, sabores, relieves, danzas, músicas y gustos provenientes de países cuyos habitantes son ese Otro al que tanto se teme. Santiago se ha ido llenando de restaurantes, comercios, barrios y ferias donde el extranjero es visitado por su folklore y su diferencia manifestada en lo sensible. Curiosamente, son los mismos nacionales, asustados por sus presencias masivas en el centro, quienes los consultan para cocinar con sus especias, mejorar la lengua con sus clases, adornar sus casas con objetos de sus pueblos, probar sus alcoholes, disfrutar sus músicas, bailar sus ritmos, tejer sus lanas y visitar sus brujos. Pareciera que esta vez, lo que se busca en el cuerpo del Otro, es la real producción sensible de su diferencia, como un deseo no confesado de la posesión parcial de un cuerpo negado y gozado a la distancia, gracias a estos pequeños y extraños placeres que se alojan en sus cuerpos normales para quedarse con la intención de volver y seguir buscando “algo más” en ese Otro imposible y lejano.
Etimológicamente, extraneus enuncia lo que es exterior. Difícil palabra que evoca el límite entre el afuera y el adentro, pero palabra que se mueve y que migra, al igual que la figura que designa (Pontalis, 1990): de un país a otro, de una doxa a otra, de una ley a otra. El extranjero es prototipo de un individuo marcado por la figura del viaje, peregrino concreto de un espacio que los hombres tanto buscan resguardar y que sin embargo es solo condición y símbolo de las relaciones humanas (Simmel, 1990). Siempre desplazándose, y más en condiciones de diferenciación de un espacio mundializado, surge en cada ciudad que “surge”, con distintos rostros, distintos colores, distintos cuerpos, incluso con el suyo, cuerpo propio que se fragmenta cuando debe reinventarse según las circunstancias y necesidades de la situación que lo interpela (Goffman).
“Cuerpo extranjero” es una expresión que traduce el rechazo. Extranjero cuerpo extraño que alojado en nuestro cuerpo terminamos por aceptar y olvidar. Pero el lenguaje común ha fabricado la diferencia entre lo desconocido y la intimidad. Y, si como consecuencia del sentir común el cuerpo extranjero es condenado, relegado y dejado sin territorio, es él mismo, en tanto cuerpo, que le da un status y que al estar relegado, relega, afirmando su diferencia. Siendo así no tiene más solución que integrarse, aunque se convierta en un cuerpo asimilado. Esta extrañeza del cuerpo estaría en el cuerpo mismo, en lo que vuelve extraño al cuerpo extranjero (Blanchot, 1958). No obstante es familiar, no porque se haya incorporado, sino porque su diferencia invita a reflexionar sobre lo que es el cuerpo.
Históricamente, el extranjero es citado en papiros, inscripciones, ritos funerarios. Del Ritual de la Execración egipcia hasta el Pentateuco, extranjero es un término que encarna todo el temor del pueblo a ser considerado diferente. El cuerpo judío será marcado para ser visto, cuando se le obligue en 1215 a llevar vestimentas distintas a los cristianos; hombres y mujeres mostrarán así su origen, más tarde lo harán con una insignia en el pecho, primero amarilla, después roja y blanca (Robert, 1991). En 1266, los judíos de Gnesen en Breslau tendrán que vivir aislados de los cristianos en una parte retirada de la ciudad, separados por un muro. En 1570 con la instalación de un gueto en Viena, los ciudadanos se opondrán a la libre circulación de quienes consideran enemigos de “prácticas infames”, y propondrán que los judíos permanezcan juntos en una casa de puerta única que solo les permita salir de noche (Wirth, 1980).
Estas medidas de exclusión indicadas como insignia negativa en la ropa, ese terrible deseo de separación, podrá verse en Europa como en otras regiones del mundo: peligrosos, enfermos mentales, homosexuales, escandalosos, extranjeros. Hay que separar a los infames de los cristianos: leprosos, prostitutas y heréticos, correrán la misma suerte, al igual que sus descendientes. Solo los gitanos, indiferentes a la permanencia en la polis, quedarán liberados de las marcas distintivas; sus cuerpos son visibles, como la alegría de su música y el colorido de sus ropas; sin embargo pueden ser ejecutados en cualquier momento. En 1639, los vagabundos serán perseguidos y abatidos en Bremgarten; y en 1726 se decretará en Suiza que los “sin patria” que ingresen al cantón, quedarán fuera de la ley, de lo contrario cualquier ciudadano podrá ejecutarlos (Hélène Beyeler-Von Burg, 1984). Con la llegada del nazismo en Alemania en 1933, serán miles los gitanos exterminados.
Aunque la historia da muestra de esta diferenciación, no podremos ahora detenernos en el interés que estos hechos arrojan, aunque está claro que la protección buscada por el pueblo de un dios específico, se revela en cuerpos marcados asimilados al cuerpo leproso, a lo que se agrega el signo de una infamia que hace completamente consistente y duradero el sentido común. La diferencia entonces es sensible, y se materializa en lo que proviene de lo simbólico. Pero estos textos de exclusión permanecen actuales. Los extranjeros deben situarse en un espacio que necesita preservarse y para ello, sus cuerpos deben designarse. Designación que concierne a la diferencia que se opone a la intención humanista de igualdad, y que se comprueba con la administración de la expulsión de inmigrantes considerados indeseables.
-II-
Empujado por las dificultades económicas, la persecución y los cambios, el inmigrante debe adaptarse, modelarse, armar una vida en contacto con otros que desconoce. Es un Otro para la percepción de los nacionales, reflejo deshumanizante y desubjetivante que les permite encontrarse en una compacta mayoría. El inmigrante porta en él todas las frustraciones que tiene el conformista sometido a una historia reconciliadora que grita o rumia su odio. Llegado a destino, ya no es un extranjero en general sino un inmigrante particular, necesario y conveniente para el funcionamiento de dioses y monstruos sociales (Durkheim, 1907). Se lo nombrará identificándolo: “judío, “árabe”, “chino”, “latino”, “negro”, “indio”, “mapuche”, “peruano”. De esta manera el inmigrante facultará la apertura de todos los significantes de la diferencia, de tal modo que quien lo estigmatiza sostendrá, con su sola presencia, a todo el conjunto. Es un Otro que representa el revés negativo de la identidad del Nosotros y sirve, mediante un proceso simultáneo de construcción/exclusión, para definir y dar valor a los contenidos de dicha identidad social (D. Jodelet, 2004).
Estamos en medio de una realidad por excelencia que articula el aquí y el ahora de rutinas corporales ejecutadas por quienes poseen el conocimiento del espacio. El inmigrante deberá tratar de apoderarse de lo nuevo, obligado a deshacerse de acciones provenientes de sus marcos sociales originarios. Sus gestos serán los principales indicadores de rutinas que podrán delatarlo como un Otro que interfiere en la comunidad, imposibilitando el compartir. El escenario chileno muestra al inmigrante actuando (principalmente en un trabajo de la cara) en un continuo intento por crear realidad verdadera en el rol que juega, buscando idealizarse para los otros, “pegando” su rol a la realidad para un mejor retrato de si mismo. Así es como vive un proceso que lo despoja lentamente de su Yo, mortificándolo cada vez que se enfrenta a los demás (Goffman, 1965). La interacción a la que deberá someterse representa la co-presencia corporal de un cara-a-cara de recíproca influencia entre él y los demás, donde cada uno ejerce sus respectivas acciones cuando hay presencia física inmediata. Esta co-presencia corporal tiene un orden aprehensible en su instantaneidad, es un imperativo que expone plenamente al individuo “mirado” por ser portador de signos expresivos distintos. Su visibilidad apelará a la interpretación sobre lo que es y las posibles intenciones que lleva. Es sobre este conjunto de índices, de signos, de informaciones entregadas, la mayoría de las veces no concientes e involuntarios, que se implementa un orden social en cada una de las situaciones.
-III-
La ciudad posee una simbólica donde la razón y las sensaciones operan conjuntamente para este nuevo protagonista que deberá practicarla para conocerla y manejarla. Solo así podrá, después de un tiempo largo, descifrar los modos de organización social que se dejan ver desde las tácticas, estrategias, operaciones y procedimientos. Frente a situaciones no esperadas, tendrá que inventar los roles para enfrentar lo cotidiano, poniendo en acción sus saberes más guardados (M. de Certeau, 2000).
El inmigrante llega a la ciudad para refugiarse entre los suyos y facilitar la búsqueda de trabajo; pero tiene que vivir la segregación residencial de una separación que opera en el seno de la ciudad misma (Griffinger, 1998) y que suele mostrar la carencia de interacción con otros grupos (White, 1983), es decir, tendrá que moverse en un espacio que refleja las diferencias sociales (Bayona y Carrasco, 2007).
Toda ciudad además, contiene barrios que generan una determinada distribución de la población, según tareas acordes a la función que cumplen, como los slums de Robert Park (1952), los "guetos", los lugares de inmigrantes, zonas que conservan una cultura más o menos extranjera y exótica donde podría producirse el asociacionismo. En Santiago, el inmigrante peruano se instala en barrios como Brasil, Yungay, Rosas, Mapocho, Independencia, Estación Central, Recoleta, Cerro Blanco, todos sectores que se llenan de estos trabajadores que buscan una vida mejor, tal como lo hicieron antaño los pobres rurales. Pero el viejo Santiago necesita sacarse los años de encima y maquillarse para seducir. La cirugía que le propone el mercado inmobiliario busca un cambio mayor, una transformación inmunitaria que haga relucir “sin mancha” a estos edificios envejecidos donde actualmente conviven inmigrantes con chilenos de condiciones económicas similares. ¿Qué ocurrirá con ellos después del tratamiento?
Vivimos la paradoja de un mundo que se abre a los colores, olores, sabores, relieves, danzas, músicas y gustos provenientes de países cuyos habitantes son ese Otro al que tanto se teme. Santiago se ha ido llenando de restaurantes, comercios, barrios y ferias donde el extranjero es visitado por su folklore y su diferencia manifestada en lo sensible. Curiosamente, son los mismos nacionales, asustados por sus presencias masivas en el centro, quienes los consultan para cocinar con sus especias, mejorar la lengua con sus clases, adornar sus casas con objetos de sus pueblos, probar sus alcoholes, disfrutar sus músicas, bailar sus ritmos, tejer sus lanas y visitar sus brujos. Pareciera que esta vez, lo que se busca en el cuerpo del Otro, es la real producción sensible de su diferencia, como un deseo no confesado de la posesión parcial de un cuerpo negado y gozado a la distancia, gracias a estos pequeños y extraños placeres que se alojan en sus cuerpos normales para quedarse con la intención de volver y seguir buscando “algo más” en ese Otro imposible y lejano.
FORO BICENTENARIO
MIGRACIÓN, INTEGRACIÓN E IDENTIDAD. MIRADAS DE IDAS Y VUELTAS. SUDAMÉRICA-EUROPA
Santiago, 8 de julio 2008
Bibliografía
MIGRACIÓN, INTEGRACIÓN E IDENTIDAD. MIRADAS DE IDAS Y VUELTAS. SUDAMÉRICA-EUROPA
Santiago, 8 de julio 2008
Bibliografía
Rimbaud, A., Matinée d’ivresse
Wirth, L., Le Ghetto, Ed. Champ Urbain, 1980.
Robert, U., Les Signes d’infamie au Moyen-Age, Ed. Honoré Champion, Paris, 1991.
Beyeler-Von Burg, H., Des Suisses sans nom. Les Heimatlose d’aujourd’hui, Pierrelaye Ed. Sciences et service, 1984.
Simmel, G., « Digressions sur l’étranger », in l'Ecole de Chicago, Ed. Aubier 1990.
Pontalis, J.B., La force d'attraction, Ed. Seuil, 1990.
James, E. O., Los dioses del Mundo Antiguo, Madrid 1962
García Borrego, et al, “La inserción de España en las redes migratorias internacionales: configuración social y mercado laboral”, citado por Piqueras, A., Capital, migraciones e identidades. Inmigración y sociedad en el País Valenciano: El caso de Castellón, Universitat Jaume, 2007.
Schütz, A., L'Étranger, Ed. Allia, Petite Collection, 2003,
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Simmel, G., « Digressions sur l’étranger », in l'Ecole de Chicago, Ed. Aubier 1990.
Pontalis, J.B., La force d'attraction, Ed. Seuil, 1990.
James, E. O., Los dioses del Mundo Antiguo, Madrid 1962
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