viernes, 11 de septiembre de 2009

“Error parvus in principio, magnus in fine” (Aristóteles)

Un barco parte de un puerto con un error de un grado en la dirección planificada. Arribará, si duda, a tierras desconocidas y, tal vez, exóticas. El capitán, henchido el pecho, seguramente se sentirá descubridor de una tierra ignota y rica para beneficio de la humanidad toda, pero al ser interrogado por algún miembro avispado –o inquieto- de la tripulación, seguramente buscará alguna razón para explicar tan insólito arribo. A pesar de ello, en su fuero interno se hará preguntas de este tenor: ¿dónde estamos?, ¿cómo llegamos aquí? o ya en un franco estado de profundidad espiritual: ¿hacia dónde vamos?. Al final se preguntará por lo que debió preguntarse al principio.

Hasta aquí, y dado que tratamos de una imaginación, esta historia podría resultar cómica, sin embargo, cuando el barco representa un programa social supuestamente destinado a ofertar servicios sociales a personas en desventaja, el panorama no es jocoso, sino, por decir lo menos, francamente preocupante.

Al momento de evaluar el desempeño de algunos programas sociales nos encontramos con implementadores enfrascados y concentrados en la resolución de importantes cuestiones que rezan como sigue: ¿qué tipo de intervención realizamos?, ¿cuántas intervenciones realizamos en el programa?, ¿estamos cumpliendo nuestro objetivo? ¿cuándo se puede hablar de egreso de usuarios de nuestro programa?, entre otras muchas profundas y peliagudas preguntas.

El hecho de que los implementadores y los diseñadores de los programas se hagan estas preguntas no resulta inapropiado bajo ningún punto de vista sino lo contrario, lo enigmático resulta el carácter extemporáneo en que lo hacen.

Si hacemos una analogía entre la historia del barco y los programas sociales tendremos que los implementadores han obtenido resultados, sin duda inesperados en el mejor de los casos, en el peor de ellos hablarían de resultados negativos. En el primer caso se vería impelidos a explicar lo inexplicable, es decir el factor azar en la implementación de programas sociales; en el segundo explicar lo inexplicable, es decir la negligencia y/o la pereza intelectual.

En este punto y respecto a programas sociales, cabe hacerse una clase de pregunta que no se haría el capital del barco: los resultados y/o productos obtenidos: ¿han sido obtenidos a costa de qué?, ¿de quienes?.

Raramente son consideradas las externalidades negativas asociadas al mal funcionamiento de los programas sociales, mas bien se les presupone buenos solo por su existencia, en un razonamiento que es enunciado como “es mejor que exista algo malo, a que no exista nada en absoluto”.

Quienes no consideran las externalidades negativas ignoran que los programas sociales pueden funcionar, incluso a costa del sufrimiento in-corporado a los destinatarios de sus programas. En este sentido se dice que los programas sociales operan, cuando están diseñados pobremente, en contra de los destinatarios.

Cuando el programa Puente comenzó (en agosto del año 2002) habían muchas ideas que permanecían en la opacidad incluso para aquellos responsables de implementarlo. Las frases que se podían escuchar se aproximaban a: “los pobres no pueden esperar” o “la extrema pobreza atenta contra la dignidad de las personas”.

La implementación del programa fue demostrando que los pobres pueden querer cualquier cosa y preferirla a nada y que también pueden esperar más. A pesar de ambas cosas el programa destinado a terminar con la extrema pobreza en Chile continuó siguió su derrotero. En el transcurso dejaron un par de ministros el cargo, se asignaron muchos recursos, se subcontrataron a profesionales crónicamente cesantes, se traspasó la responsabilidad de administración a los Municipios (posteriormente el programa llevó una existencia intermedia/fantasmática entre MIDEPLAN y FOSIS) y muchas personas pudieron acceder a microcréditos y gozar de bonos, agradecidos pero descontentos.

A siete años de implementación Puente continúa mostrando que, como ya decía Aristóteles, un pequeño error al principio, se transforma en un gran error al final.

“Este programa es el mismo en Arica y en Punta Arenas” decían sin rubor los funcionarios de FOSIS el año 2002, sin embargo y a pesar de ello, en la práctica, se han aplicado modificaciones al programa, especialmente en los sectores rurales o suburbanos (donde la simbología y/o metodología resulta francamente un chiste de mal gusto).

Sin embargo el programa PUENTE arribó a puerto y hoy se dice que: “la baja en la tasa de la pobreza extrema en Chile se debe a las exitosas políticas sociales implementadas por el gobierno de la concertación”, léase ChileSolidario / Puente. Incluso el modelo y su estilo fue exportado y los creadores recorrieron Latinoamérica hablando de las bondades del mismo.

Esta clase de prácticas institucionales e institucionalizadas no muestra sino el grado máximo (y pantagruélico) de improvisación a que son sometidos algunos programas sociales de gobierno o de ONGs, la ausencia de reflexión desde los que nacen y todo el sufrimiento ignorado e infringido a los destinatarios a quienes dicen, paradojalmente, hacer el bien.


Ángel Marroquín Pinto
Magíster en Trabajo Social
Pontificia Universidad Católica de Chile
aamarroq@uc.cl