jueves, 12 de noviembre de 2009

Programas sociales que se lleva el viento

Tal vez uno de los desafíos más significativos que enfrentan los programas sociales hoy en día esté dado por lograr combinar respuestas de calidad y contextos de alta complejidad. Esta afirmación nos puede llevar a abordar los mitos relativos a la intervención social y también a problematizar el sentido de los programas sociales desde la forma en que ellos se observan a sí mismos. Optaré por lo segundo y dejaré lo primero a los futurólogos de lo social.

Sin duda la idea de calidad, más allá de la definición que estemos dispuestos a asumir, nos remite, en última instancia, a preguntarnos por el cómo la organización se piensa y ejecuta el programa respectivo, especialmente, en la forma en que se plantea y enmarca la interacción con el usuario. A grandes rasgos este sistema interaccional podría parecer sencillo, trasparente y secuencial, pero si indagamos un poco, nos daremos cuenta de lo contrario.

Si bien muchos programas sociales tienen meridiana claridad del momento en que los usuarios ingresan, muy pocas veces logran responder cuando se les pregunta ¿Cuándo egresan esos usuarios?. Esta pregunta se vuelve mucho más acuciante en programas sociales comandados por instituciones públicas (donde lamentablemente la permanencia de los usuarios en el programa no es garantía de mejora, justamente en relación a las condiciones por las que ingresó), sin perjuicio de esto, también en las organizaciones del tercer sector observamos esta terca adherencia a los programas sociales por parte de los usuarios.

Una vez oí a Fernando Savater narrando una historia que decía más o menos así: “En una aldea, durante la edad media, se produjo una gran plaga de alimañas y como es de suponer, las buenas gentes que allí vivían, sintieron gran congoja al ver en peligro su seguridad y confort. Luego de deliberar, decidieron crear un “cuerpo de alimañeros” que se dedicó, desde ese mismo momento, a combatir alimañas. Hasta ahí todo bien, lo lamentable es que pasados 50 años desde su creación, el cuerpo de alimañeros mantenía su existencia (y esto fue descubierto por un vecino sagaz que no se tragaba así nada más la perpetua existencia del cuerpo), manteniendo a su vez el equilibrio “ecológico” con las alimañas que, en retribución y a esas alturas solidaridad gremial, atacaban regularmente a la aldea para justificar la importante existencia de los alimañeros”.

Más que preguntarnos sobre las conductas de dependencia que pueden generar los programas, deberíamos preguntarnos por las condiciones del programa que la generan. En la fábula de Savater vendría a ser la “promesa de terminar con las alimañas”, el símil gubernamental actual podría ser el llamado a terminar con la pobreza, entre otros muchos ejemplos citables.

Es así como tenemos que una intervención que no observa con nitidez el sistema interaccional mínimo desde el que se eleva el diseño del programa, mantiene en la opacidad aquello que razonablemente puede esperar y reclamar el usuario. Es, por lo tanto, en las declaraciones que hace el programa y que se proyectan –más o menos eficientemente- desde el sistema interaccional mínimo, donde se articula el programa y es ahí entonces donde es posible hablar de calidad respecto al servicio que se ofrece al usuario.

Los programas sociales se articulan y proyectan desde las declaraciones que la organización hace a la sociedad en su conjunto y especialmente a los usuarios, por lo tanto, solo desde allí resulta plausible conminarlos a “practicar lo que predican” y evitar lo que Teresa Matus llama. “las paradojas del padre Gatica”.

Solo desde la responsabilidad respecto a las declaraciones que hacen los programas sociales es posible configurar algo así como una ética discursiva capaz promover dignidad con calidad y no simples eslóganes y palabras que, a fin de cuentas, se lleva el viento.
Ángel Marroquín Pinto

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