Hablaré hoy de aquellos programas sociales que saben dónde quieren llegar pero no saben cómo llegar, en otras palabras, programas sociales que requieren orientación. Una cuestión secundaria por el momento corresponde a si efectivamente, quienes administran estos programas, se encuentran al corriente de su desorientación, cosa siempre improbable y en mucho casos, verdaderamente trágica para los destinatarios.
Una de las cosas que unen a muchos programas sociales es la claridad que muestran cuando son interrogados acerca de su misión. Esta aparente trasparencia objetiva parece desmoronarse cuando se observan algunas de las prácticas que llevan adelante. Se detectan casos de publicidad deficiente, entre otras manos decorosas.
Esto resulta inquietante porque tal vez el único lugar desde el que se torna posible exigir a un programa social es respecto a lo que él mismo se comprometió a cumplir, esto es, a ejecutar una especie de accountability declarativo. Diga lo que prometió y cúmplalo.
Un programa social corresponde a uno de los mecanismos con que cuenta la organización para reducir complejidad del entorno en pos de un equilibrio funcional que le permita subsistir en un mercado de agencias de intervención signado, en ocasiones por la competencia y en otros por la connivencia de intereses corporativos o en el caso de Chile, familiares. También un programa social se compone de conversaciones entre incumbentes (stakeholders) que tienen intereses particulares y compartidos con la organización.
La subsistencia de un programa, que puede parecer sencilla una vez acordadas las remesas de dinero para operar y una vez contratados los equipos que llevarán adelante la tarea, sin embargo, resulta no serlo cuando la organización debe justificar el objetivo del programa social, proceso que aparece como descuidado cuando se observa lo que, efectivamente, llevan adelante los programas, que en muchos casos es más y diverso, que aquello que declaran.
En este punto nos encontramos ante la siguiente encrucijada: centrar su atención en el impacto creado por las acciones que componen el programa en los usuarios (es decir una justificación necesaria) o en la oferta provista por el programa (justificación más bien contingente). Los programas de los que tratamos han apostado por la primera opción: “el devenir de los usuarios en el programa está mediado por el impacto de las acciones emprendidas por el programa”. Esta comprensión resulta a mi juicio engañosa debido al estatus de los servicios que es posible ofertar bajo esa modalidad.
La justificación declarativa centrada en el “impacto”, “trayectoria” “vínculo de ayuda”, etc, según la semántica en boga, parece ser la esencialización de la relación usuario-profesional. Esa relación humana, mediatizada por el programa y elevada al rango de intervención social propiamente tal (en estas situaciones se habla de “casos” y otras aberraciones igualmente monstruosas), donde cada uno de los miembros asume su papel a cabalidad, da pie a una pantomima humanitaria donde quien más tiene que perder es justamente el usuario y donde, sin embargo, éste lucha -se resiste- permanentemente a que se personalice la atención. En otras palabras, el o ella no concurre al servicio para saber “cómo” se encuentran el profesional, conocer el estado de su familia o de su salud, sino para recibir una respuesta ante su solicitud particular (que de esto resulte una relación con otro carácter o tono, es otra cosa muy diferente como muy bien saben aquellos que se afanan en lo social).
La semántica transformadora, cualitativa, de impactos cara a cara o compasiva en intervención social resulta dañina, especialmente cuando termina esperando que los usuarios tracen los derroteros por los que ellos han de transitar y esto es visto como “progreso” “protagonismo” etc. La participación social, cuando es puesta como espacio espontaneo antes que la planificación de la intervención, no da cuenta sino del grado de improvisación a que se encuentra sujeta esta pseuda intervención social. Es paradigmático en este sentido el ejemplo dado por la denominada educación popular, especialmente por su abajamiento del rol del experto.
Como vemos, la tarea de hacer declaraciones, en intervención social es poco anodina, sospechosa y también útil para quienes desean hacer accountability declarativo, que por lo demás sería sumamente saludable para los usuarios de servicios sociales. Tal vez sea el momento de dejar de hacer y ponerse a hablar.
Ángel Marroquín Pinto
Magíster en Trabajo Social
Pontificia Universidad Católica de Chile
aamaroq@uc.cl
Una de las cosas que unen a muchos programas sociales es la claridad que muestran cuando son interrogados acerca de su misión. Esta aparente trasparencia objetiva parece desmoronarse cuando se observan algunas de las prácticas que llevan adelante. Se detectan casos de publicidad deficiente, entre otras manos decorosas.
Esto resulta inquietante porque tal vez el único lugar desde el que se torna posible exigir a un programa social es respecto a lo que él mismo se comprometió a cumplir, esto es, a ejecutar una especie de accountability declarativo. Diga lo que prometió y cúmplalo.
Un programa social corresponde a uno de los mecanismos con que cuenta la organización para reducir complejidad del entorno en pos de un equilibrio funcional que le permita subsistir en un mercado de agencias de intervención signado, en ocasiones por la competencia y en otros por la connivencia de intereses corporativos o en el caso de Chile, familiares. También un programa social se compone de conversaciones entre incumbentes (stakeholders) que tienen intereses particulares y compartidos con la organización.
La subsistencia de un programa, que puede parecer sencilla una vez acordadas las remesas de dinero para operar y una vez contratados los equipos que llevarán adelante la tarea, sin embargo, resulta no serlo cuando la organización debe justificar el objetivo del programa social, proceso que aparece como descuidado cuando se observa lo que, efectivamente, llevan adelante los programas, que en muchos casos es más y diverso, que aquello que declaran.
En este punto nos encontramos ante la siguiente encrucijada: centrar su atención en el impacto creado por las acciones que componen el programa en los usuarios (es decir una justificación necesaria) o en la oferta provista por el programa (justificación más bien contingente). Los programas de los que tratamos han apostado por la primera opción: “el devenir de los usuarios en el programa está mediado por el impacto de las acciones emprendidas por el programa”. Esta comprensión resulta a mi juicio engañosa debido al estatus de los servicios que es posible ofertar bajo esa modalidad.
La justificación declarativa centrada en el “impacto”, “trayectoria” “vínculo de ayuda”, etc, según la semántica en boga, parece ser la esencialización de la relación usuario-profesional. Esa relación humana, mediatizada por el programa y elevada al rango de intervención social propiamente tal (en estas situaciones se habla de “casos” y otras aberraciones igualmente monstruosas), donde cada uno de los miembros asume su papel a cabalidad, da pie a una pantomima humanitaria donde quien más tiene que perder es justamente el usuario y donde, sin embargo, éste lucha -se resiste- permanentemente a que se personalice la atención. En otras palabras, el o ella no concurre al servicio para saber “cómo” se encuentran el profesional, conocer el estado de su familia o de su salud, sino para recibir una respuesta ante su solicitud particular (que de esto resulte una relación con otro carácter o tono, es otra cosa muy diferente como muy bien saben aquellos que se afanan en lo social).
La semántica transformadora, cualitativa, de impactos cara a cara o compasiva en intervención social resulta dañina, especialmente cuando termina esperando que los usuarios tracen los derroteros por los que ellos han de transitar y esto es visto como “progreso” “protagonismo” etc. La participación social, cuando es puesta como espacio espontaneo antes que la planificación de la intervención, no da cuenta sino del grado de improvisación a que se encuentra sujeta esta pseuda intervención social. Es paradigmático en este sentido el ejemplo dado por la denominada educación popular, especialmente por su abajamiento del rol del experto.
Como vemos, la tarea de hacer declaraciones, en intervención social es poco anodina, sospechosa y también útil para quienes desean hacer accountability declarativo, que por lo demás sería sumamente saludable para los usuarios de servicios sociales. Tal vez sea el momento de dejar de hacer y ponerse a hablar.
Ángel Marroquín Pinto
Magíster en Trabajo Social
Pontificia Universidad Católica de Chile
aamaroq@uc.cl
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