viernes, 17 de diciembre de 2010

Equipos de trabajo y stress.

Tal vez uno de los casos más sintomáticos y que ilumina la paradoja que entraña el producir programas sociales de calidad a bajo costo, sea el que afecta a equipos de trabajo que se desempeñan en ambientes de alto rendimiento.

Cuando se lee con atención –y con intención, por cierto-, el párrafo precedente, uno no puede dejar de pensar en centros de urgencias de salud, como postas y hospitales. A pesar de ello no deja de ser curioso que no pensemos con la misma rapidez y claridad respecto a los servicios denominados “sociales”.

¿Por qué motivo esto no ocurre?

Si se visita los servicios sociales de cualquier municipio o repartición estatal en general, es posible, a simple vista, observar largas filas de desamparados en situaciones, si no de vida o muerte, sí de emergencia. Sin discutir qué se puede entender (y categorizar) por emergencia social y qué situación no lo es para estas oscuras entidades, me parece que la cuestión más candente tiene que ver con la calidad de las prestaciones que se requieren a fin de desplegar un servicio capaz de “hacer algo” frente a emergencias y bajo presión, es decir, cuando los servicios profesionales son demandados en contextos de alto rendimiento.

Así como las personas no van a un puesto de emergencia de salud para recibir aspirinas o palabras de conmiseración, así tampoco los seres humanos que acuden a la oficina de asistencia social esperando recibir cualquier atención. Esperan, justamente a mi juicio, una solución ‘humana’ a sus problemas.

Para responder a una emergencia es preciso saber qué la origina. En el origen de toda atención social se encuentra la “cuestión social” (Netto, 1992); así como en cualquier emergencia de salud se encuentra la muerte. En ambos casos asoma algo irrenunciable y consustancial: la imposibilidad de algunos oficios a la vez que su épica, sin embargo, es necesario ofrecer una respuesta ante la emergencia, de alguna forma, prometer.

Es en este punto es donde se concentra gran parte el “mal entendido” entre los interventores y sus públicos: la promesa queda implícita en la atención, se evita decir qué es lo que se puede hacer y qué, definitiva y tristemente, no se puede hacer.

Si sabemos qué podemos esperar, también sabremos qué recibir. Tener claridad sobre eso, en primer lugar, podría evitar que personas se acerquen a los servicios sociales esperando recibir un milagro y no servicios humanos brindados por humanos.

Esta determinación (entre lo que se puede hacer y lo que no se puede prometer), podría significar el primer paso para avanzar en responder con intervenciones de calidad a emergencias en contextos de alto rendimiento.

Un avance, en este sentido es posible dimensionarlo en programas que se enfrentan por lo general a situaciones límite tomando decisiones bajo presión. Casos como los que enfrentan las OPD y otros programas asociados a temáticas, por ejemplo, de ESCI (Explotación sexual comercial infantil), resultan esclarecedores a la vez que paradigmáticos.

Ángel Marroquín Pinto
Magíster en Trabajo Social
Pontificia Universidad Católica de Chile

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