No hay peor indicador de gestión de un programa social que su éxito. El hecho que todo marche bien preocupa, si se suma a ello el silencio de los afectados, resulta alarmante. Que esta situación se prolongue indeterminadamente y que el programa cuente con financiamiento es ya una aberración.
¿De dónde nace la ceguera que padecen algunos programas sociales y que los lleva a tener en tan alta estima su desempeño?, ¿en qué creencias se funda esta fantasía triunfalista de éxito aparente y solitario?.
Si bien son muchas y variadas las hipotéticas fuentes del éxito aparente, yo me inclino hoy a pensar que es un déficit autocrítico el que lleva a los diseñadores a olvidar la humanidad de lo humano: la falibilidad, la familiaridad del error, la sutileza de la auto ceguera, la complacencia y la vanidad, esa que llevó al ridículo al emperador del cuento.
Las consecuencias de un error, (nacido de la soberbia o la ceguera) en el caso de un programador de un sistema computacional, no tiene mayor importancia puesto que puede ser corregido sin mayores costos (además esta clase de programas cuentan con tiempos de aplicabilidad controlada antes de salir al mercado), sin embargo, un error producido por un diseñador de programas sociales, se traducirá en un prejuicio para seres humanos que requieren, justamente, una respuesta a sus demandas, que al menos no les genere más prejuicios que los que ya acumulan[1]. Si a esto sumamos periodos de ajuste y establecimientos de expectativas por parte de los usuarios respecto al programa, la situación generada por el error resulta objeto no sólo de crítica sino también de acciones legales por parte de los afectados. Publicidad engañosa, dolo, negligencia etc.
A pesar de ello, lo más importante permanece en la opacidad: el déficit autocritico que originó el error.
Más allá de las responsabilidades personales o institucionales de una mala gerencia del programa, el déficit autocritico puede, a mi juicio, ser dividido en tres áreas: 1) el déficit no permite mostrar a los sujetos de intervención: el programa parece establecerse y operar sobre sí mismo en una especie de régimen tautológico en tanto los sujetos, sus características, su complejidad, no pasa de ser un dato, un perfil de usuario; 2) el déficit autocritico no permite dimensionar la calidad de las prestaciones, no se señalan estándares de calidad, ni mucho menos tiempos de espera ni horas profesionales asignadas por personas. Sin estos indicadores resulta difícil e imposible comparar el programa; y 3) Al no existir indicadores consistentes, el programa permanece preso de su narcisismo, no le es posible compararse, apreciar sus limitaciones y lo que es peor, corre el riesgo de terminar confiando en su originalidad e incluso inventar la rueda en el siglo XXI.
Si al menos los programas sociales lograran ver las tensiones naturales que se generan entre el diseño y la forma en que se ejecutan y evalúan, tan vez dejarían de padecer la alergia critica y autocomplacencia que parece aquejarles tan gravemente, y se abrirían nuevos caminos para un tipo de intervención social compleja que, sin dudas, contribuiría a evitar que los afectados prefieran cualquier cosa a nada o, al menos, que pudieran diferenciar lo malo de lo menos malo.
Ángel Marroquín Pinto
Trabajador Social
¿De dónde nace la ceguera que padecen algunos programas sociales y que los lleva a tener en tan alta estima su desempeño?, ¿en qué creencias se funda esta fantasía triunfalista de éxito aparente y solitario?.
Si bien son muchas y variadas las hipotéticas fuentes del éxito aparente, yo me inclino hoy a pensar que es un déficit autocrítico el que lleva a los diseñadores a olvidar la humanidad de lo humano: la falibilidad, la familiaridad del error, la sutileza de la auto ceguera, la complacencia y la vanidad, esa que llevó al ridículo al emperador del cuento.
Las consecuencias de un error, (nacido de la soberbia o la ceguera) en el caso de un programador de un sistema computacional, no tiene mayor importancia puesto que puede ser corregido sin mayores costos (además esta clase de programas cuentan con tiempos de aplicabilidad controlada antes de salir al mercado), sin embargo, un error producido por un diseñador de programas sociales, se traducirá en un prejuicio para seres humanos que requieren, justamente, una respuesta a sus demandas, que al menos no les genere más prejuicios que los que ya acumulan[1]. Si a esto sumamos periodos de ajuste y establecimientos de expectativas por parte de los usuarios respecto al programa, la situación generada por el error resulta objeto no sólo de crítica sino también de acciones legales por parte de los afectados. Publicidad engañosa, dolo, negligencia etc.
A pesar de ello, lo más importante permanece en la opacidad: el déficit autocritico que originó el error.
Más allá de las responsabilidades personales o institucionales de una mala gerencia del programa, el déficit autocritico puede, a mi juicio, ser dividido en tres áreas: 1) el déficit no permite mostrar a los sujetos de intervención: el programa parece establecerse y operar sobre sí mismo en una especie de régimen tautológico en tanto los sujetos, sus características, su complejidad, no pasa de ser un dato, un perfil de usuario; 2) el déficit autocritico no permite dimensionar la calidad de las prestaciones, no se señalan estándares de calidad, ni mucho menos tiempos de espera ni horas profesionales asignadas por personas. Sin estos indicadores resulta difícil e imposible comparar el programa; y 3) Al no existir indicadores consistentes, el programa permanece preso de su narcisismo, no le es posible compararse, apreciar sus limitaciones y lo que es peor, corre el riesgo de terminar confiando en su originalidad e incluso inventar la rueda en el siglo XXI.
Si al menos los programas sociales lograran ver las tensiones naturales que se generan entre el diseño y la forma en que se ejecutan y evalúan, tan vez dejarían de padecer la alergia critica y autocomplacencia que parece aquejarles tan gravemente, y se abrirían nuevos caminos para un tipo de intervención social compleja que, sin dudas, contribuiría a evitar que los afectados prefieran cualquier cosa a nada o, al menos, que pudieran diferenciar lo malo de lo menos malo.
Ángel Marroquín Pinto
Trabajador Social
[1] Y que, paradojalmente, los tienen allí como afectados, pasajeros o crónicos. En este sentido sería interesante construir una “historia de la infamia” generada por programas sociales de mala calidad.
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