martes, 22 de diciembre de 2009

Programas sociales que se fundan en el amor.

Cuando los programas sociales se proponen conocer a sus públicos, pueden ser llevados fácilmente a un callejón sin salida. No importa los medios de los que se valgan (cuadros estadísticos, diagnósticos sociales etc[1]), el conocer a los “usuarios” es una empresa quimérica.
Lo imposible no es la descripción sino la lectura de ella. No es culpa de la estadística fundamentar focalizaciones miopes, coberturas ambiciosas, objetivos irreales y, finalmente, ofertar servicios de baja calidad.

Sin embargo y paradojalmente, cuando estos empeños se producen, no deja de ser curioso que lo que obtengamos es, nada más –y nada menos- que una descripción de lo que el programa social logra ver de sus públicos. Las eternas parrafadas descriptoras no ocultan a un observador externo la arbitrariedad de los focos de observación así como tampoco la falta rigor.

Rigor, efectivamente porque los programas sociales no operan con personas naturales sino con categorías. Los indigentes, pobres, drogodependientes, niños en situación de calle etc, son muchas –infinitas- cosas más que personas y, para hacer justicia a esta diversidad, los programas sociales deben fundar sus apreciaciones en concepciones teóricas acotadas que logren hacer justicia al estatuto de personas que detentan.

En caso contrario las personas naturales que acudieron en demanda de servicios específicos al programa, corren el riesgo de que se le brinde “lo que no necesitan”. Esto porque lo que hacen los diagnósticos sociales es producir premisas para la acción del programa, estas premisas se fundan y establecen sobre lo que las personas no dicen.

Lo que las personas demandan no es amor o acompañamiento, (ellos saben perfectamente, al contrario de lo que “sienten” muchos operadores, a quien demandar esas cosas en su vida privada), sino una respuesta eficiente a sus demandas, a ellos no les conviene ser tratados amistosamente o con amor, sino con profesionalismo, con un estatus categórico. Si esto es leído a través de una suerte de “espejismo humanitario” por parte del programa, las cosas no dejan de enredarse en detrimento de los demandantes.

Otra de las consecuencias de la obstrucción amorosa en la relación oferta-demanda enmarcada por el programa social es el silenciamiento del demandante. Esto porque, en lugar de apuntar al despliegue de una lógica procedimental, ante la que las personas pueden asentir o rehuir lo que se les oferta, se les propone un lazo de fidelización no solo innecesario sino obstructivo respecto a las demandas que pusieron a la persona en situación de demandar un servicio social.

Lo que se oculta tras diagnósticos y premisas de acción (quiéranlo o no los operadores) es el silencio de los demandantes. Si el foco estuviera puesto firmemente en categorías desde las que ofertar servicios pertinentes y específicos, tal vez la industria diagnostica de vería menos favorecida, cosa que no dejaría de ayudar a la trasparencia y accountability de los servicios proveídos.

Los programas sociales no pueden decir lo que las personas son, pero pueden decir claramente que ofertan y así evitar pedirle, inútilmente, peras al olmo.


[1] Lamentablemente estas técnicas –que por lo tanto no tienen una connotación moral- terminan por producir clasificaciones morales. Otro hecho lamentable es la acusada importancia que se les brinda a esta clase de ejercicios contextuales en la formación de trabajadores sociales, especialmente provenientes de escuelas con orientaciones neo positivistas y conservadoras, de derecha e izquierda.

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